(Tomado de las anotaciones del Dr. Humbert C. Christopher, MPSS)
Mi primera impresión fue la de llegar a Macondo a la mitad del libro, en aquella parte donde la lluvia imperó por no-sé-cuantos años.
"No se preocupe, ésto está así por ahora, luego vendrán las calores", me dijo Guadalupe, la enfermera, mientras doña Mary nos servía café con leche.
No debí sorprenderme, puesto que todo el trayecto del Puerto a El Zapotal fue exactamente igual: una lluvia gris hasta donde alcanzaba la vista. Luego descubres que en Santiago Tuxtla no llovía, sino que eran las nubes que iban pasando a través del pueblo.
De Veracruz a Santiago el camino fue en autobús, de ahí para el Zapotal tomamos un taxi, por ser la primera vez. La carretera Santiago-Morillo estaba insufrible, mal cuidada, pero el verdadero reto fue el tramo Morillo-Zapotal, cinco kilómetros de terracería pura, aplanada a punta de caminatas, y con desniveles y baches que espantarían al más versado conductor.
Antes de llegar a la clínica pedimos instrucciones para llegar. "Yo voy para allá" nos contestó un señor de chaleco verde y sombrero, no más de 1.60 metros de altura. Se llama Teófilo, y llevó a buena parte de su prole a medir y pesar. Eran su esposa, tres o cuatro niñas y dos muchachos. "Todos son mis hijos, aunque tuve 16, pero no todos me sobrevivieron", me dijo "luego le traigo a los demás".
En la puerta de la clínica me esperaba Guadalupe. Bueno, no puedo decir que me esperaba, pero después me dijo que había estado esperando "al nuevo doctor" desde hace un par de días. Vestía su uniforme blanco con verde, se encargó de don Teófilo y su descendencia y después me enseñó el pequeño edificio: la recepción, con un escritorio y cuatro sillas, que se comunica con el baño de los pacientes y el que será mi cuarto (el cual tiene baño propio). Siguiendo derecho en la recepción está el consultorio, con la pequeña farmacia detrás del escritorio, una pequeñísima biblioteca, la cocineta, el refrigerador de las vacunas, la mesa de exploración y los estantes con el material de curación. Anexo al consultorio está la habitación de observación, con sus dos camas, un tripié y una báscula para bebés.
Detrás de la clínica hay una pequeña, oscura y húmeda bodega, que Guadalupe se ha encargado de mantener en orden.
Después fuimos a conocer a doña Mary. "Aquí es donde los doctores comen y traen la ropa para que yo se las lave, ¿cuánto va a ser?, me preguntan, nada yol es digo, aquí todos son bienvenidos". Doña Mary también me contó que Guadalupe había tenido problemas con su plaza, "antes era la suplente, pero ya que Elvira se jubiló y no le querían dar la plaza a Guadalupe pues todos tuvimos que votar para que se la dieran, porque todos la queríamos". Me contó esto mientras regañaba a su nieta Paloma, de tres años, por no llevar zapatos, a Beto (un adolescente ya) por no ponerle los zapatos a Paloma y a Yordi, de unos seis o siete, por no apurarse con la leche.
Desayunamos tarde, como a la una, en casa de doña Mary. Un tamal de elote, pan y café con leche.
Nos despedimos de doña Mary y sus nietos, Guadalupe y Alfonso, su esposo, nos dejaron en Morillo, para tomar el camión. "Nos vemos el martes" me dijo Guadalupe, porque para ella el lunes es feriado.
Mientras escribo esto estoy en Santiago, esperando el camión que me lleve de regreso a Veracruz para pasar mi último fin de semana antes de embarcarme a ésta fantástica jornada llamada Servicio Social.
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